Por: José Antonio Sánchez
El gobierno ha enviado a la Asamblea un proyecto con un nombre poderoso: Ley para el Fortalecimiento de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional. Sobre el papel, suena casi incuestionable: reforzar la lucha contra la delincuencia organizada y permitir que empresas y ciudadanos hagan donaciones para dotar de recursos a las instituciones de seguridad. En medio de la ola de violencia que atraviesa el país, ¿quién podría oponerse a algo así.
Suena increíble, pero ahí está el problema: cuando algo suena demasiado bien, conviene mirar más de cerca.
El objetivo declarado es claro: más recursos para la Policía y las Fuerzas Armadas. Pero detrás de ese propósito surgen preguntas que nadie parece querer responder.
¿Qué pasa con la responsabilidad del gobierno, que debería garantizar la seguridad como parte de su deber constitucional?
¿Estamos trasladando al sector privado una carga que debería asumir el presupuesto nacional?
¿Qué pasará con el control del sistema de compras públicas, históricamente golpeado por corrupción y sobreprecios? ¿Quién vigilará que esas donaciones no se conviertan en contratos amarrados o favores políticos?
No es la primera vez que se ensaya un modelo de este tipo. En otros países se crearon fundaciones policiales o fondos de apoyo militar con dinero privado. Los resultados fueron mixtos: en algunos casos se mejoró la capacidad de respuesta, en otros se abrieron grietas de transparencia, dependencia de los donantes y hasta se contaminó la independencia de las fuerzas del orden.
En Ecuador, donde la confianza en las instituciones es baja y la corrupción ha minado la credibilidad del Estado, la pregunta es más incómoda: ¿esta ley busca fortalecer la seguridad ciudadana o abrir una nueva puerta para que el dinero privado compre influencia en los cuarteles y las comandancias?
La violencia no admite titubeos, pero tampoco admite atajos. Y lo que está en juego no es solo la eficacia de la Policía o de las Fuerzas Armadas, sino la naturaleza misma de la seguridad pública: un derecho ciudadano, garantizado por el Estado, no una franquicia financiada por quienes pueden donar.