Por: José Antonio Sánchez
Hoy las redes sociales se han inundado de mensajes de solidaridad por la muerte de Rodrigo Borja Cevallos, expresidente del Ecuador. A los mensajes de pesar se suman otros, quizás más reveladores, que destacan su calidad democrática, su estatura intelectual y su forma de hacer política: la de un caballero, de esos que ya casi no existen.
Hay quienes dicen “qué pena que murió”. Otros lamentan su partida como si se hubiera ido antes de tiempo. Pero Borja tenía 90 años. Y, a diferencia de muchos, llegó al final habiendo alcanzado todo aquello que un político aspira a ser: servir al país, ejercer la Presidencia y trascender más allá del cargo.
Lo conocí en 1990, durante un momento histórico: la primera visita oficial de un presidente peruano al Ecuador. Aquel día en que se vieron cara a cara Rodrigo Borja y Alberto Fujimori. Yo estaba ahí. Y aún conservo la fotografía que les tomé en el aeropuerto Mariscal Sucre, cuando ambos se encontraron en la ceremonia protocolaria de ese viaje. Dos presidentes, dos países que vivieron décadas de espalda, una imagen que hoy cobra otro significado. No solo era una postal diplomática: era un gesto de política entendida como puente y no como trinchera.

Supo retirarse. Y eso, en política, no es un gesto menor. Se fue a su cuartel de invierno sin estridencias, sin micrófonos, sin la tentación permanente de la entrevista o el comentario coyuntural. Nunca más habló. Entendió, quizás mejor que nadie, que también hay dignidad en el silencio. Que saber irse es una forma elevada de respeto por la democracia.
Dicen que uno nunca deja de ser político. Tal vez sea cierto. Pero Borja eligió no serlo frente a las cámaras, no disputar espacios ni protagonismos, no convertirse en opinador de todo. Su figura quedó anclada en la memoria colectiva, no en la agenda diaria.
Paradójicamente, su último acto político ocurrió con su muerte. En un país fragmentado, polarizado y cansado de gritos, logró algo que parecía imposible: unir a la derecha y a la izquierda en un mismo gesto, en una misma expresión de respeto, en una misma condolencia. Por un instante, breve, pero real, Ecuador habló un solo idioma.
Finalmente, logró aquello por lo que vivió: ver un país unido en un solo pensamiento. No desde el poder, no desde el discurso, sino desde la memoria y el respeto. Un legado silencioso, pero profundo. Como él mismo.