La historia de los Tagaeri y Taromenane, los pueblos que el Estado ecuatoriano dejó solos.

Imagina por un momento que tu única decisión en la vida fue vivir sin que nadie te moleste. No pedir nada al Estado, no buscar celulares, carreteras ni escuelas. Nada. Solo selva, libertad y silencio. Así viven —o intentan vivir— los pueblos indígenas en aislamiento voluntario en la Amazonía ecuatoriana: los Tagaeri y Taromenane.

Pero lo que debería ser un derecho básico —vivir en paz— se ha vuelto una lucha constante contra un mundo que avanza con máquinas, petróleo, intereses económicos y olvido. Y ahora, por primera vez, una Corte internacional le ha dicho al Estado ecuatoriano: «Usted ha fallado. No protegió lo que debía proteger.»

¿Quiénes son los pueblos no contactados?

No son leyenda ni parte de una película de ciencia ficción. Son pueblos reales, con nombres, rostros y una historia milenaria. En Ecuador, se ha documentado la existencia de dos grupos principales en aislamiento voluntario: los Tagaeri y los Taromenane, que habitan entre la Zona Intangible y el Parque Nacional Yasuní, en las provincias de Orellana y Pastaza. Algunos estudios incluso mencionan un tercer grupo, los Dugakairis, aunque su existencia aún no está confirmada.

No es que se hayan perdido en la selva: han elegido vivir alejados del mundo exterior. Su decisión de aislamiento es, quizás, la forma más radical y valiente de resistencia frente a una civilización que los ha perseguido, contactado a la fuerza o simplemente invisibilizado.

¿Por qué decidieron aislarse?

La respuesta está en la historia. Muchos de ellos son descendientes de pueblos Waorani que, cuando llegaron los primeros misioneros y petroleras en los años 50, decidieron escapar hacia lo más profundo de la selva. No querían religión, ni educación occidental, ni carreteras. Querían seguir viviendo como sus ancestros: con sus tradiciones, sus dioses, su lengua, su selva.

Una historia lo ilustra bien. Teppa Quimontare, una mujer waorani de más de 80 años, fue una de las primeras en ser contactadas por los misioneros evangélicos. Pero sus hermanos no aceptaron esa vida. Se adentraron en la selva y nunca más regresaron. Ellos fueron parte del clan Tagaeri. Teppa sueña con reencontrarlos, pero sabe que eso podría costarle la vida: ellos ya no la reconocerían. Quizás ni siquiera existan ya.

¿Qué pasó con ellos? ¿Y qué hizo (o no hizo) el Estado?

La historia reciente ha sido dolorosa. Matanza tras matanza, presiones petroleras y tala ilegal han puesto en jaque la existencia de estos pueblos. En 2003 se documentó la primera masacre. En 2013, otra matanza dejó huérfanas a dos niñas Tagaeri-Taromenane, que fueron separadas y criadas por comunidades Waorani. Y mientras el mundo seguía su curso, el Estado seguía cruzado de brazos.

Aunque se creó una “Zona Intangible” para proteger su territorio, las fronteras petroleras siguieron avanzando, igual que los madereros ilegales. Los informes oficiales sobre su situación se mantienen bajo reserva y las políticas de protección han sido débiles o simbólicas. En palabras duras pero claras: el Estado ha fallado.

La sentencia histórica: lo que dijo la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH)

Después de casi 20 años de litigio internacional, finalmente en 2024, la Corte IDH emitió una sentencia histórica: Ecuador es responsable por la violación a los derechos de los pueblos en aislamiento, especialmente su derecho a la vida, a la integridad y a su autodeterminación.

Y no solo eso. La Corte fue clara:

  • Ordena cesar las actividades petroleras en el bloque 43 (Yasuní ITT), respetando la voluntad popular expresada en la consulta de agosto de 2023.
  • Pide crear una comisión técnica para evaluar los impactos reales en la Zona Intangible.
  • Exige medidas de reparación para las dos niñas huérfanas de 2013.
  • Y sobre todo, reafirma el principio de autodeterminación: si un pueblo decide vivir aislado, el Estado no solo debe respetarlo, sino protegerlo.

¿Por qué es tan importante proteger a estos pueblos?

Porque defender su derecho al aislamiento es defender la diversidad humana, las formas distintas de ver el mundo, de entender el tiempo, la espiritualidad y la naturaleza. Porque sus territorios son también bastiones de biodiversidad, selvas vivas que respiran por todos nosotros.

Y porque si los dejamos morir —por indiferencia, por petróleo, por negocio— no solo perdemos pueblos, perdemos memoria, cultura, equilibrio. Y nos perdemos a nosotros mismos.

¿Y ahora qué?

Ahora el Estado tiene una deuda clara que saldar. La sentencia no puede quedarse en papeles. Hay que garantizar que el petróleo quede bajo tierra, que los madereros no sigan entrando, que la selva no sea más un campo de caza para intereses extractivos.

Y, sobre todo, que nadie vuelva a morir por haber elegido vivir libre.

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