Otra vez Esmeraldas. Otra vez un derrame de petróleo. Y otra vez, el silencio institucional que se mezcla con el olor penetrante del crudo sobre el agua y los suelos. La historia parece repetirse, pero lo más alarmante es que, en esta provincia costera del norte ecuatoriano, la tragedia nunca se va del todo: simplemente se recicla.

En los últimos 40 años, Esmeraldas ha sido testigo de al menos una veintena de derrames de petróleo. Algunos de ellos apenas llegan a los titulares, otros se pierden en la burocracia del olvido, pero todos dejan una herida en la tierra, en el agua y en la vida de las comunidades que habitan esta región. No es casualidad: aquí operan el Sistema de Oleoducto Transecuatoriano (SOTE), el Oleoducto de Crudos Pesados (OCP) y, por supuesto, la Refinería de Esmeraldas, la más importante del país y también una de las más obsoletas y vulnerables.
Uno de los casos más graves se remonta al 2005, cuando un derrame afectó directamente a ecosistemas sensibles y a varias comunidades rurales. Le siguieron incidentes en 2013, en 2022, y ahora uno más en 2025, confirmando lo que los expertos han advertido durante años: el sistema está fallando, y las consecuencias las pagan los más pobres.

Un derrame de petróleo no es solo un accidente. Es un crimen ambiental de largo aliento. La recuperación de un ecosistema contaminado puede tardar años, a veces décadas. En zonas como los manglares o humedales que abundan en Esmeraldas, el daño puede volverse irreversible. Pero más allá del daño ecológico, está el impacto humano: enfermedades respiratorias, problemas en la piel, agua contaminada, pérdida de cultivos, pesca arruinada y pobreza profundizada.
¿Cómo es posible que esto siga ocurriendo con tal frecuencia? ¿Por qué no existen protocolos más rigurosos, planes de contingencia eficientes ni sanciones ejemplares? La respuesta está en la negligencia institucional, la falta de inversión en mantenimiento y la débil voluntad política. Pero también está en el olvido sistemático al que ha sido condenada esta provincia, habitada en su mayoría por comunidades afrodescendientes e indígenas que rara vez son escuchadas, mucho menos compensadas.

El discurso oficial habla de «remediación», pero pocas veces esa palabra se traduce en acciones efectivas. La remediación ambiental en Ecuador suele ser lenta, superficial y, muchas veces, simbólica. Y mientras tanto, la vida sigue cuesta arriba para quienes dependen del río, del mar y de la tierra.
Esmeraldas no debería cargar sola con los costos de una industria que beneficia a todo un país. Urge repensar el modelo extractivo y colocar en el centro a las personas y a los ecosistemas, no al petróleo. Porque cada nuevo derrame no solo contamina el agua, también corroe la dignidad de un pueblo que ya ha pagado demasiado.