Por: José Antonio Sánchez
Si uno revisa las redes del último año, Ecuador parece vivir en dos realidades paralelas.
Desde el Gobierno se insiste en que el país va mejor: que bajó el riesgo país, que la desnutrición crónica infantil empieza a ceder, que hay golpes históricos al narcotráfico, operativos contra la minería ilegal y un Estado que ahora sí entra donde antes no entraba y que se están acabando con las mafias en el sistema de salud. Y cuando algo no avanza, hay un responsable claro en el relato oficial: una Corte Constitucional que frena los cambios y juega en contra del pueblo y un Correísmo que todavía aparece como el fantasma del pasado al que se culpa de casi todo lo que no logra despegar en el presente.
Desde la oposición, el diagnóstico es mucho más duro: en salud, denuncian un sistema que sigue colapsado, con hospitales desabastecidos y una gestión incapaz de explicar contradicciones tan brutales como la de una madre que recibió el cuerpo de su hijo fallecido en un cartón, mientras el discurso oficial habla de orden y control. En educación, señalan falta de inversión real, escuelas deterioradas y políticas públicas que no logran sostener ni calidad ni oportunidades. En seguridad, cuestionan que se presente a la cárcel como obra emblemática, cuando el fondo del problema no se resuelve encerrando personas, sino generando oportunidades en un país que no las ofrece. A esto se suman contratos fallidos, millones comprometidos sin resultados, una transparencia selectiva, denuncias de abusos de poder y una creciente desconexión con la realidad, reforzada por un exceso de viajes oficiales cuyos resultados concretos no terminan de verse, mientras la inversión no despega y la ciudadanía sigue esperando respuestas.
Dos narrativas. Dos países. Y una pregunta incómoda flotando en el aire:
¿estamos mejor en los indicadores o solo en el discurso?
El Gobierno ha construido su relato con cifras que, sobre el papel, suenan alentadoras. La caída del riesgo país se presenta como señal de confianza y estabilidad, como una puerta que se vuelve a abrir para la inversión. En lo social, se habla de avances, lentos pero avances, en la lucha contra la desnutrición crónica infantil, un tema sensible donde cualquier décima cuenta porque se trata del futuro del país.
A eso se suma una narrativa de autoridad: operativos contra la minería ilegal, decomisos, destrucción de maquinaria; golpes al narcotráfico, toneladas de droga incautadas, bandas desarticuladas, estados de excepción. En redes, el mensaje es claro y visual: armas, uniformes, detenidos, cifras grandes. El subtexto es contundente: “antes no se hacía nada, ahora sí”.
Y cuando aparecen los límites legales, institucionales o políticos, el discurso oficial apunta a la Corte Constitucional, presentada como un actor que bloquea reformas, debilita la seguridad y frena la voluntad popular. La idea que se intenta posicionar es sencilla: queremos cambiar las cosas, pero no nos dejan.
La oposición, en cambio, juega en otro tablero: el de la experiencia cotidiana. Ahí el riesgo país no paga la extorsión, ni tranquiliza al comerciante, ni devuelve la calma al barrio. Ahí la pregunta no es cuánto bajó un indicador, sino por qué la inseguridad se sigue sintiendo igual o peor.
Desde ese lado se repite una crítica constante: el reciclaje de funcionarios, los mismos nombres que rotan de cargo en cargo, protegidos políticamente pese a errores evidentes. Se habla de incapacidad, de improvisación, de falta de planificación y de gestión real. Y, sobre todo, se señala algo que en política pesa más que cualquier gráfico: la ausencia de obras visibles.
Porque en Ecuador, cuando no hay obra, el discurso se vuelve frágil. Y cuando además aparecen contratos fallidos, dinero público comprometido sin resultados y una fiscalización que no termina de aterrizar en responsabilidades claras, la desconfianza crece.
Aquí está el punto clave y quizá el más incómodo: los dos relatos pueden tener partes de verdad al mismo tiempo.
Sí, bajar el riesgo país importa, pero no transforma la vida diaria si no se traduce en inversión, empleo y servicios.
Sí, mover una cifra en desnutrición es un avance, pero no alcanza si el territorio sigue cargando desigualdades estructurales.
Y sí, mostrar operativos de seguridad impacta en redes, pero si la violencia sigue creciendo, la calle termina desmintiendo el video.
Por eso, más allá del ruido político, este 2025 deja tres preguntas que Ecuador no puede seguir pateando:
Primero, ¿qué indicador usamos para decir que estamos mejor?
Segundo, ¿quién asume el costo real cuando la gestión falla?
Y tercero, ¿dónde está la fiscalización que no sea espectáculo, sino consecuencia?
Ecuador no necesita más relatos triunfalistas ni más denuncias convertidas en tuit. Necesita que la propaganda baje el volumen y que la evidencia lo suba. Que los datos se conecten con la vida real. Y que el poder sea gobierno u oposición entienda algo básico:
No se gobierna solo para ganar el relato.
Se gobierna para ganar y proyectar el futuro del país.