No es nuevo. La historia de los delincuentes que terminan como protagonistas de películas o series es casi tan vieja como el propio cine. Lo curioso —y preocupante para muchos— es cómo la línea entre la ficción y la realidad se va borrando al punto de que, en varios casos, quienes estuvieron del lado del crimen, terminan también del lado del espectáculo… y del negocio.
Ahora el turno parece ser para Mayra Salazar, la mujer sentenciada por su participación en una red de crimen organizado en Ecuador, quien, a pocas semanas de recobrar su libertad, ha dicho públicamente que está lista para vender su historia a Netflix y convertir su vida delictiva en una serie. Así, sin filtros. Como si fuera un logro. Y claro, la noticia no ha pasado desapercibida.
¿De criminal a protagonista?
La idea suena escandalosa para algunos, pero no es tan descabellada. Casos similares han ocurrido en todo el mundo. Pensemos por un momento:
- Pablo Escobar y la serie Narcos, que convirtió la historia del narcotráfico colombiano en un fenómeno global.
- Griselda Blanco, “La madrina de la cocaína”, llevada a la pantalla recientemente con una producción de alto presupuesto.
- El Chapo Guzmán, Carlos Lehder, Los hermanos Ochoa… todos convertidos en productos audiovisuales.
- Incluso personajes ficticios como Tony Montana (Scarface), nacen de la inspiración en figuras del crimen real.
Historias duras, crudas, violentas… pero que terminan en la pantalla con producción de lujo, actores famosos y millones de reproducciones.
¿Entretenimiento o apología?
Es válido contar estas historias. El crimen organizado es un fenómeno social complejo que merece ser analizado, entendido y visibilizado. El problema viene cuando el relato deja de ser una advertencia para convertirse en admiración. Cuando se romantiza al delincuente, se omite el daño causado o se convierte su figura en un “modelo aspiracional”.
Y claro, cuando el propio criminal —como en el caso de Salazar— es quien lucra directamente con esa historia, la discusión se vuelve aún más espinosa: ¿se está premiando el delito?
Pero… ¿y si hablamos también de redención?
Ahora bien, hay otro ángulo que también vale la pena considerar: Mayra Salazar ya cumplió una sentencia. Y eso, guste o no, la redime legalmente ante la sociedad.
Tiene derecho a rehacer su vida. A dedicarse a lo que quiera. A escribir un libro, montar un negocio, ser conferencista, vender bolos en Mompicche o, como ahora propone, contar su historia, para una producción audiovisual. No es ilegal. No está prohibido. Y no por haber cometido un delito en el pasado se le puede estigmatizar o vetar de toda actividad futura.
Quizás lo más incómodo para muchos no es lo que hace, sino lo que simboliza: que alguien que estuvo vinculado al crimen hoy tenga la posibilidad de convertir esa historia en ingreso y exposición mediática. Pero ahí entra el debate social y ético, no el legal.
¿Qué mensaje estamos enviando?
El verdadero dilema está en el mensaje que la sociedad construye en torno a estas historias. Porque si el relato se enfoca solo en el lujo, el poder, la fama y el “protagonismo”, sin mostrar el daño colateral, sin contextualizar las consecuencias o sin abrir el debate sobre cómo se reconstruye una vida luego del delito, entonces estamos mirando solo la mitad del asunto.
No se trata de censurar a quien ya pagó su deuda con la justicia, pero tampoco de glorificar el crimen como un camino que, al final, puede dejar réditos económicos o contratos con plataformas.
Contemos las historias, sí. Pero contemos también las heridas, los efectos sociales, las víctimas silenciosas y los desafíos del sistema de justicia. Que sea una serie, un documental o una película… pero con mirada crítica, no con lente glamoroso.
Porque, en definitiva, no todo lo que brilla en la pantalla tiene que ser ejemplo. A veces, simplemente, es un reflejo incómodo de la sociedad que somos… o de la que estamos construyendo.