La esperanza que sostiene a un país cansado

Por: José Antonio Sánchez

Llegamos a diciembre y, como cada año, reaparece una palabra que los países, las familias y las personas repiten casi como un acto de fe: esperanza.
No es una palabra ingenua. Es profundamente humana. El ser humano nunca dejará de anhelarla porque le da sentido a la vida, al futuro y a la idea misma de seguir adelante. La esperanza evita que caigamos en la resignación, nos rescata del abatimiento y conecta con lo mejor de nuestro corazón y de nuestro espíritu: el deseo del bien común.

La esperanza trae consigo optimismo, pero también voluntad. No es negar la realidad, es creer que puede ser distinta.

Por eso, incluso después de un año duro, nos decimos, casi como un mantra, que ya pasó, que no se puede hacer nada, que la leche ya está derramada. Y en ese ejercicio de supervivencia emocional, decidimos mirar hacia adelante. Nos convencemos de que el próximo año no romperemos récords de muertes violentas. Que saldremos de la crisis de la salud. Que el IESS finalmente dará turnos a tiempo y habrá medicinas en las farmacias de los hospitales. Que la tragedia dejará de ser rutina.

Queremos creer que los casos de corrupción volverán a ser eso: una noticia aislada, excepcional, y no una constante que erosiona la confianza. Que el Estado, tantas veces estafado en 2025, aprendió la lección y hoy tiene mejores procesos, controles más firmes y menos improvisación. Que la corrupción dejará de ser un costo asumido y pasará a ser un límite real.

También queremos creer que los jóvenes que se gradúan encontrarán oportunidades acordes a su esfuerzo, que su futuro no estará reducido a la informalidad o a empleos precarios sin horizonte. Que el padre que se jubila alcanzará una pensión digna. Que trabajar toda una vida volverá a ser una promesa cumplida y no una angustia heredada.

Anhelamos que la violencia contra las mujeres y las violaciones en los colegios sean, algún día, un mal recuerdo y no titulares recurrentes. Que los jueces entiendan la dimensión de su rol y no se dejen corromper, liberando a delincuentes vinculados al narcotráfico o a delitos contra el Estado. Que la justicia vuelva a ser sinónimo de equilibrio y no de sospecha.

Soñamos con una Asamblea que eleve su nivel, que legisle con responsabilidad y fiscalice sin odios ni favoritismos. Que entienda que su mandato no es la revancha política, sino el interés público. Que el país necesita acuerdos más que trincheras.

Porque la esperanza que sostiene a la mayoría de ecuatorianos no es abstracta. Es concreta. Es la esperanza de vivir en un país viable, con un norte claro, con reglas que se respeten y con instituciones que funcionen. Un país que no se construye solo desde el poder, sino desde una sociedad que empuja, exige y participa.

La esperanza, dicen, es lo último que se pierde. Pero no basta con repetir la frase. También es necesario tener la certeza de que quienes gobiernan la entienden en su verdadera dimensión. Que saben que no es un discurso de cierre de año, sino una responsabilidad diaria. Y que convertir esa esperanza en realidad no es un deseo: es su obligación.

Porque un país puede soportar un año difícil.
Lo que no puede permitirse es perder la convicción de que puede ser mejor.

Facebook
X
WhatsApp