Por : José Antonio Sánchez
Progen. ATM. Dos nombres distintos, un mismo patrón. Advertencias previas, contratos cuestionables, empresas sin respaldo real, silencios oportunos y, al final, un Estado sorprendido… otra vez.
Este gobierno no inventó la corrupción, pero sí se ha mostrado, como tantos otros antes, extraordinariamente generoso con los corruptos. Y eso es lo verdaderamente grave.
Una historia que se repite desde hace décadas.
En Ecuador, la corrupción no es una excepción: es un sistema que se perfecciona con cada gobierno. Cambian los discursos, cambian los colores políticos, pero los operadores, las mafias y las facilidades internas del Estado permanecen.

Hagamos memoria:
- Sixto Durán Ballén y el recordado caso Flores y Miel: contratos irregulares, sobreprecios y un Estado que miró al costado.
- Abdalá Bucaram, símbolo del desgobierno y del “mi primer millón”, con escándalos que terminaron más en anécdota política que en sentencias judiciales.
- Fabián Alarcón, con denuncias por uso discrecional de fondos públicos en un gobierno de transición sin controles reales.
- Jamil Mahuad, cuya crisis financiera dejó responsabilidades políticas enormes, pero escasas consecuencias penales.
- Gustavo Noboa, con cuestionamientos por renegociaciones de deuda y contratos petroleros.
- Lucio Gutiérrez, rodeado de denuncias de corrupción en aduanas, petróleo y compras públicas.
- Alfredo Palacio, con casos en el sector salud que nunca llegaron a fondo.
- Rafael Correa, con una estructura que hoy tiene múltiples sentencias por peculado, cohecho y asociación ilícita.
- Lenín Moreno, con casos como INA Papers, el reparto de hospitales y contratos en sectores estratégicos que se diluyeron en el tiempo.
- Guillermo Lasso, con escándalos en empresas públicas, contratos eléctricos y advertencias ignoradas hasta que fue tarde.
Y hoy, este gobierno, con Progen y ATM como nuevos capítulos de una saga que ya conocemos demasiado bien.
El verdadero problema no es el caso, es el sistema. En Ecuador, la corrupción no ocurre por falta de alertas; ocurre a pesar de ellas: medios que advierten, especialistas que alertan, la Comisión Anticorrupción que documenta, informes que se archivan y asambleístas que prefieren no fiscalizar “para no afectar la imagen del Ejecutivo”.
Y mientras tanto, el libreto se repite: empresas de reciente creación, patrimonios de papel, experiencias infladas o falsas, garantías inexistentes y contratos millonarios firmados con una ligereza que asusta.
Después, cuando el escándalo estalla, los responsables salen del país, los procesos se empantanan y el Estado se queda con juicios que no avanzan, dinero que no se recupera y culpables que nunca pagan.
¿Dónde están los escarmientos?
¿Cuántos casos de repetición conocemos?
¿Cuántos funcionarios han respondido con su patrimonio?
¿Cuántos grandes corruptos están realmente presos y no convertidos en prófugos o víctimas políticas?
Aquí el mensaje es claro: robar al Estado sale barato y si sale mal, siempre hay un avión, un asilo, un recurso legal o el olvido?
Somos campeones en tolerar la corrupción. No solo falla el Ejecutivo, falla: La Asamblea que no fiscaliza, falla la justicia que no llega, falla un país que se indigna por días y luego pasa la página.
La corrupción no está solo en los gobiernos. Está enquistada en el Estado, sostenida por operadores, abogados, intermediarios y funcionarios de segundo y tercer nivel que saben exactamente cómo funciona el sistema y mientras no haya castigo real, no habrá aprendizaje.
Progen y ATM no son accidentes, son consecuencias, de un país que no escarmienta.
de gobiernos que se dicen sorprendidos y de una historia que, si no se rompe, seguirá escribiéndose con los mismos nombres disfrazados de novedad.